Un mes y diecisiete días sin escribir.
Y definitivamente no es por no tener algo que decir, al contrario, hay tantas cosas que contar...
Primero, mis tiempos muertos en la oficina han desaparecido. Hoy trato de encontrar cinco minutos entre llamada y llamada, entre asunto y junta, entre grito y regaño para pagar mis cuentas. Ya no tengo tiempo de escribir en horas laborables y no me quejo. El trabajo me permitió comprarme la fabulosa cosa blanca en la que hoy escribo y tendré que hacerme un tiempo en las noches para hacerlo.
Tengo un nuevo departamento. Es todo blanco y ya tiene muebles rojos. A veces, cuando estoy trapeando el piso que se rehusa a quedar limpio, me dan ganas de llorar por la emoción de tenerlo. Me faltan la cama, las cortinas, cubiertos, el cancel de baño, lámparas y mil cosas más; pero es mío, es nuestro. Las llaves del octavo piso son también las llaves de muchos de nuestros sueños. Pronto no dormiremos más separados y tal vez muy pronto estaremos acompañados.
Hace unas semanas, precisamente el día que me entregaron mi departamento, tuve en mis manos un papel que había esperado mucho tiempo. No es que represente mucho, la libertad me la dieron los brazos del amor de mi vida; aquel que supo encontrarme, que ha sabido enamorarme todos los días, que me conmueve con sus besos y me estremece con sus caricias. Sin embargo llegó y el pasado se extinguió hasta para la Ley del mundo. Leer que se disuelve aquel error que tanto me hizo sufrir me hace confirmar que siempre se puede empezar de nuevo y ser feliz.
Estoy enferma. No sé de qué pero tengo miedo. No de ese miedo que inmoviliza, simplemente lo tengo. Sé que todo está bien porque me lo dice
él y yo le creo. Y si esto resulta más grande de lo que espero, podremos vencerlo. El día de mi cumpleaños tenìa
tres metas y las tres se cumplieron. La que sigue es estar bien para mí, para él, para ellos.
Ahora ya saben por qué no escribí.