Hace un par de semanas, los dos mejores amigos de
Luisz tuvieron la grandiosa idea de
casarse el mismo día (y no entre ellos), lo que nos obligó a hacer malabares para cambiarnos de atuendo y trasladarnos de un extremo a otro de la ciudad
y más allá. A pesar de las
infracciones de tránsito y la lluvia torrencial que amenazaba con arruinar mi peinado y nuestras buenas intenciones de no fallarle a ninguno de los novios, todo salió de acuerdo a lo planeado. Pudimos presenciar dos veces en un día lo que es considerado (por lo menos en nuestra cultura) como uno de los momentos más importantes en la vida de todo ser humano.
Luisz dice que sólo cuando va a una boda le dan ganas de casarse. A mí no me pasa igual; nunca fue mi sueño dorado pararme vestida de blanco frente a un altar y cuando lo hice (bueno, no frente a un altar pero sí frente a un juez) tampoco fue cosa del otro mundo y tuvo tan malos resultados que no me quedaron ganas de volverlo a experimentar. Sin embargo, compartir la boda de dos personas tan importantes en la vida del hombre que amo me emocionaba, más por el hecho de estar a su lado, ponerme guapísima para él y bailar pegados que por presenciar por duplicado el cumplimiento de un mero requisito social.
La primera boda fue un derroche de elegancia y buen gusto, casi todo estaba exactamente como debía estar, hasta para mí que soy muy exigente. Cada detalle estaba perfectamente cuidado, tal vez fue por eso que todo el tiempo estuve pensando en el dinero que se había gastado en semejante banquete. Puedo decir poco acerca de los novios que, demasiado ocupados cubriendo formalismos y agradeciendo con las mismas frases hechas a los invitados, tuvieron muy poco tiempo para mirarse a los ojos o tomarse las manos.
La segunda boda pintaba desde el principio para ser un total contraste, la advertencia de Luisz sobre ponerme cómoda no me anticipó la escena que estábamos a punto de presenciar. El folclor en su apogeo nos recibió junto con un muy
peculiar maestro de ceremonias invitándonos a acompañar a los novios con
“lo que es un leve valseo”, seguido por todo rito existente en el catálogo de bodas: la víbora de la mar, el ramo, el liguero, la marcha fúnebre y la nupcial, el pastel, los billetes en la camisa y la
chumbia pa' bailar.
Y entre las risas que nos provocaba tanta cosa y el miedo de ser arrastrados al centro del espectáculo, como buenos
bloggers comenzamos a imaginar cómo relataríamos este episodio en nuestros respectivos espacios; mi amor me sugería llamar a este post “De lo sublime a lo ridículo”, pero en realidad para mí resultó al revés. Porque en ese sencillo salón en el centro de Texcoco, en medio de
“lo que fue un leve valseo”, vi a un hombre enamorado cumpliendo por fin una postergada promesa, a un hijo agradecido por los cuidados de su madre enferma, a una novia conmovida hasta las lagrimas por la carta escrita por el amor de su vida, a un hombre sencillo que quiere a sus amigos cerca en el gran día, que todo lo que tiene, poco o mucho, lo dedica a lo que verdaderamente importa, lo que da frutos.
Y entonces, por un momento, tuve ganas de volver a casarme.